domingo, 22 de enero de 2012

ESTIMADOS SRES. HOMÓFOBOS:


Confieso que no les entiendo.
Escribo esta carta abierta con la esperanza de que alguno de Uds. me responda e ilumine mis desconcertadas entendederas. Entretanto, trataré de encontrar explicaciones en mis libros y en mi pantalla.

Quizá mi incomprensión se debe a no haber leído aún la Historia de la Sexualidad de Michel Foucault. He leído otros textos suyos, pero no ése. Fue Foucault un filósofo – homosexual – que buscó siempre llevar a la práctica la máxima «desarrolla tu legítima rareza».
Foucault murió de sida en 1984. «Castigo divino, por fornicador y maricón», interpretarán los fanáticos de cualquiera de las religiones, fanáticos que siguen viendo la mano justiciera de su dios en toda epidemia, incluida la del sida, obviando que quienes más las sufren son los niños, personitas ajenas a ese concepto suyo tan tosco al que llaman pecado.

Hasta que consiga leer la Historia de la Sexualidad, buscaré refugio en el diccionario. Homofobia: «Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales». Bien; ya sé qué es la homofobia.
Ahora bien... ¿por qué esa aversión?
El miedo y la cerrazón mental, cuando se aparean, engendran un hijo: el odio. Pero más allá del miedo que produce en el animal humano todo lo que le resulta peculiar y extraño, sigo sin entender por qué la hostilidad hacia los homosexuales está aún tan extendida en el mundo, en especial entre los extremistas religiosos y entre sus líderes. Ellos son quienes más a menudo suelen manifestar esa aversión obsesiva de la que habla el diccionario.
No alcanzo a descifrar esa relación entre religiones y homofobia. En los doce años que pasé estudiando en un colegio de curas católicos, la frase de Jesús que tantas veces oí repetir siempre fue: «amaos los unos a los otros». Ni en una sola ocasión en esos doce años escuché decir «amaos los unos a los otros pero odiad con ofuscación a las mujeres que amen a otras mujeres y a los hombres que amen a otros hombres».

Y, sin embargo, Benedicto XVI ha dicho hace unos días (llevaba demasiadas semanas sin lanzar sus habituales dardos inyectados de desprecio contra los homosexuales, sus dianas preferidas) que los homosexuales son una amenaza para el futuro de la humanidad.
No, no estaba hablando de la bomba atómica. Ni de un meteorito juguetón y cabroncete. Tan sólo se refería a los matrimonios (¡¡¡civiles!!!) entre homosexuales.
            Creo que no ha de preocuparse usted, santo padre, por la supervivencia de la especie. No hay motivo para ello: la naturaleza ha hecho que llegáramos hasta aquí gracias al deseo sexual entre hombres y mujeres. No olvide usted que casi la totalidad de los siete mil millones de habitantes de la Tierra somos hijos de una relación sexual entre personas de distinto sexo (¡Siete mil millones de cópulas!... No consigo visualizar cuánto es eso en realidad. Toda cifra que supera el “uno por semana” se escapa del alcance de mi comprensión).
Preocúpese usted más bien de ayudar a que los que ahora correteamos por aquí seamos más felices, si me permite el tono imperativo.
Deje usted de una vez de sembrar odios. Ayude de una santa vez a que no haya que recoger tantas tempestades. Permita que sus misioneros – esos hombres y mujeres de los que tendría usted tanto que aprender – difundan la Buena Nueva: que existe un ingenio llamado preservativo que salva vidas y espanta demonios, unos demonios reales que se llaman enfermedades.

¡Qué alejados del amor que sus profetas predicaron viven tantos líderes y exaltados religiosos! ¡Cuánta más bondad, naturalidad y cercanía con el mundo real transmiten las palabras pronunciadas por el propio Foucault en una entrevista concedida a inicios de los años ochenta: «El sexo no es una fatalidad. La sexualidad es parte de nuestra libertad [...], y es mucho más que el simple descubrimiento [...] de nuestros deseos. A nuestros deseos les acompañan también nuevas formas de amor».
AMOR, señores homófobos. Foucault – como tantas otras personas homosexuales – lo que deseaba era amar. Amar libremente. Sin intromisiones en sus vidas y en sus relaciones privadas por parte de aquellos que, creyéndose portavoces privilegiados de sus dioses imaginados, lo que transmiten es ODIO.

Permítanme para acabar, señores homófobos destinatarios de esta carta, que les transcriba las palabras que el escritor gay brasileño Jean Wyllys pronunció a propósito de la salida de tono del infalible inquilino del Palacio del Vaticano (lo de infalible no lo digo yo con ironía; lo dice el dogma de la infalibilidad papal, dogma en el que es obligado creer si se quiere uno llamar realmente católico):
«El amor... ¿una amenaza?», se pregunta Wyllys. «El amor es inexplicable: o se siente o no, [...] pero para entenderlo, es preciso sentir todo lo que el papa, los cardenales, los obispos... por las reglas de trabajo que eligieron siendo muy jóvenes, tienen prohibido sentir, ya sea por otro hombre o por una mujer. Tal vez por eso no entienden. El amor nunca puede ser una amenaza para la humanidad. Todo lo contrario: el amor es el antídoto contra los venenos que la intoxican».
«Benedicto XVI está equivocado [...] Sin embargo, aunque no haya entendido, debería tener un poco de responsabilidad. Sus palabras entran en las cabezas de cientos de millones de personas. Podría usarlas para hacer el bien. En vez de dedicar tanto tiempo a ofender a los homosexuales podría colocarse a la cabeza de los verdaderos males que amenazan a la humanidad, esos que matan, que arruinan vidas [...] Benedicto XVI no puede seguir expandiendo el odio contra los gays. No puede decir que, sólo por amar, seamos una amenaza».

Clap, clap, clap, clap, señor Wyllys. En mi búsqueda de entender las cosas, creo que Wyllys me ha dado una pista valiosísima. «Tienen prohibido sentir», dice él.
Hay un sentimiento – el del amor en pareja – que siendo grato, que siendo bueno, que siendo natural, sin embargo, les está prohibido experimentar a algunos pastores de rebaños humanos. Por eso tantas ovejas son incapaces de sentir un mínimo de empatía hacia personas que aman de una forma distinta a la que su doctrina autoimpuesta les estampa en sus cerebros.

Como le ocurre a Jean Wyllys, mi gran consuelo ante la barbarie y la inconsciencia de los exaltados de las fes es mi propia fe en el avance de la cultura. Mi fe en que dentro de cien años, un niño, cuando estudie Historia, se pregunte, no sólo por qué trescientos años antes se perseguía el amor entre un negro y una blanca, o por qué doscientos años antes una mujer no podía firmar un contrato sin permiso de su marido, trabajar fuera de su casa, votar... sino que también se pregunte por qué cien años antes se perseguía el amor entre dos mujeres o entre dos hombres. Puede que, incluso, se pregunte por qué antes algunos credos les prohibían sentir el amor en pareja a sus ministros.
Llámenme iluso, si quieren.

A la espera de sus respuestas, Sres. homófobos, reciban un cordial saludo.

(Hasta dentro de dos domingos, queridos lectores).

domingo, 8 de enero de 2012

¿POR DÓNDE AMPUTAR?

Año nuevo. Viejos propósitos. Dejar de fumar, hacer más ejercicio, insistir con nuestro inglés... Yes, we can. Claro que podemos pero, ¿qué tienen que ver los propósitos de año nuevo con la filosofía?
            Siglos de oscurantismo religioso barrieron de Occidente cualquier libro que no tratara sobre almas y dioses. Fue barrido – literalmente hablando – todo texto que no tratara sobre “las verdades de la fe”. Pero dioses y almas no eran los temas que seducían a muchos filósofos griegos y romanos a los que los escolásticos medievales marginaron con toda su “mala fe”. La gran pregunta de la filosofía clásica era cómo vivir nuestra vida de la mejor forma posible. Creo que ésa es la pregunta a la que intentamos responder cada vez que – al inicio de un nuevo año – nos replanteamos nuestras vidas.

Mi 2012 empezó en Lisboa. Tenemos la tradición familiar de que la primera semana del año sea también nuestra semana de vacaciones viajeras. En realidad se trata de una tradición que iniciamos en enero de 2011, pero pienso que, para que una tradición sea buena, no tiene por qué ser antigua: sólo tiene que ser agradable de seguir. Y a  mi mujer, a mis hijos y a mí nos está gustando eso de viajar juntos en enero en lugar de en verano.
            Estábamos en la parte de arriba, la sin techo – qué tiempo tan magnífico nos regaló Portugal – de un autobús amarillo (un Yellow Bus para todos aquellos que aún no hayan desistido en el empeño de dominar «la lengua de Mr. Bean». Cierto: lo habitual es referirse al inglés como «la lengua de Shakespeare». Pero, qué quieren que les diga, aunque no quede tan distinguido citarle a él, Mr. Bean me parece genial, igualmente).
Al llegar a una plaza llamada Rossio, la voz enlatada de la audioguía nos contó que, desde siempre, esa plaza había sido el corazón de la ciudad. Que allí era donde, por ejemplo, se celebraban los autos de fe. La pregunta infantil no se hizo esperar. «¿Qué es un auto de fe?».
            Fue mi mujer la que les explicó en qué consistía un auto de fe. Admiro la facilidad que tiene para contarles cosas de forma sencilla y breve. Recuerdo que, mientras la escuchaba, me dio por pensar que, en mi caso, para responder a las dudas de mis hijos, escribo libros enteros. ¡Qué bruto!

Me dio por pensar más cosas, mientras paseábamos por Rossio. Me dio por pensar que teníamos mucha suerte de que el humo que llegaba fuera el que salía de la estufa de una señora que vendía castañas y no el de una hoguera de esas que antes se encendían todos los domingos, allí mismo, para quemar gentes. Mis hijos se quedaron tranquilos creyendo que quemar vivas a personas en nombre de creencias infundadas era una cosa del pasado. Preferí no hablarles sobre lo que el olor a castañas me había traído a la memoria. Preferí no hablarles sobre la noticia que, unos días antes, me había provocado una mezcla de miedo, ira, desazón, escalofríos... Preferí no hablarles sobre la zozobra que siento cuando contemplo cómo los integrismos religiosos, a otros niños que no tienen nuestra misma suerte, les siguen impidiendo filosofar, es decir, les siguen impidiendo aprender a vivir su vida de la mejor forma posible y, en lugar de ello, les siguen enseñando sandeces y barbaridades.

(Sí: está en inglés. ¡También es uno de mis propósitos de año nuevo!).

Sandeces y barbaridades, decíamos. Juzguen ustedes mismos: los adolescentes de Arabia Saudí tienen que estudiar – en unos libros de texto financiados por el gobierno saudí – cosas como que los judíos y los homosexuales deben ser exterminados. O como que todas las mujeres son débiles e irresponsables. O como cuál es la mejor forma de amputar manos y pies a los ladrones de acuerdo con la ley de la Sharia.
           Las fotos del libro estremecen, sin necesidad de sangre. Nunca hubiese creído que la simple visión de un pie y una mano me iba a provocar tanta pesadumbre. Pero claro, tampoco nunca antes había visto un pie y una mano acompañados de unas flechas – las típicas de los libros de texto – indicando los mejores puntos por los que amputar pies y manos a los raterillos.

El recuerdo de ese libro de texto, a su vez, me hizo acordarme – mientras seguíamos nuestro paseo por Lisboa – de otra foto: la del nuevo presidente del gobierno español jurando su cargo al calor de un crucifijo bien grande. Y esa foto me llevó a reflexionar sobre el argumento que he leído y escuchado mucho para justificar – incluso entre personas no religiosas – la presencia tan visible, tan intencionada, de símbolos religiosos en actos no religiosos de un estado aconfesional. El “argumento” vendría a ser el siguiente: «mejor que jure sobre la Biblia que sobre el Corán».
Ese “razonamiento” es una falacia filosófica. Sería como pedirle a una mujer maltratada que siguiera con su compañero porque éste le pega con la mano abierta y sólo de vez en cuando, siendo que otro podría hacerlo con el puño cerrado cada día (virgencita, virgencita, que me quede como estoy). No, no y no. No hay por qué soportar barbaridades por el miedo a otras peores.
 No hace tanto tiempo que el cristianismo defendía salvajadas similares a las que actualmente defienden los extremismos islamistas (no sé en Portugal, pero en España el último auto de fe público tuvo lugar en 1826, en Valencia). Y si ya no se encienden hogueras, no es gracias a la bondad de esa religión en particular, sino gracias a que muchas personas se esforzaron por desprenderse de la tiranía de las creencias infundadas y lucharon por poseer conocimientos científicamente adquiridos. Se esforzaron, por ejemplo, por estudiar anatomía en cadáveres (en contra de la prohibición de los dogmas religiosos) para saber cómo amputar. Amputar para salvar vidas, no para mutilar las vidas de los que no quieren creer en nuestras mismas fantasías. 
Por eso, aún siendo consciente de que la principal preocupación de la gente es el desempleo y no sobre qué juran su cargo los políticos, a mí me produce tanto resquemor que el nuevo ministro del interior de mi país – legalmente aconfesional, afortunadamente – diga que «tiene la íntima convicción de que Dios está muy presente en el Congreso. Las Cortes son el órgano legislativo del Estado y Dios, el gran legislador del universo». ¿Por qué me produce tanto resquemor? Pues porque tengo que confiar en que su dios no le susurre al oído recortes – amputaciones – distintos de los económicos.
 
            ¿Por dónde amputar? Pues, de ser necesario, por donde digan los médicos. Y en cuanto a lo que digan devotos religiosos y líderes políticos – de cualquier credo – por ningún sitio. Pero menos que ninguno, por el cerebro.
Ese es el principal propósito de mi año nuevo: rebelarme, en la medida de mis pequeñas posibilidades, contra todo aquel que quiera mutilar – manos o pies, clítoris o ideas – a cualquier persona, viva lejos o cerca de mí.