No tengo mucha vida social.
Definirme como tipo solitario sería
exagerado, pero me aproximo bastante al perfil. Para estar bien, necesito
muchos momentos de soledad.
Pero este verano acompañé a mi familia a la invitación
de unos amigos.
Estábamos de pie, en el salón de su
apartamento. Entre las piernas de los adultos pasaba la niña de la casa, de
unos cinco o seis años, y a cada persona que le prestaba atención le contaba lo
mismo: «soy un hada madrina». Iba disfrazada de ello. Con su varita mágica y
todo.
Por supuesto, todos teníamos para ella
unas palabras agradables, del tipo: «¡pero qué hada madrina tan guapa!»
Qué grandísimo cretino hubiese sido aquel
de entre nosotros que le hubiese dicho: «No, no eres un hada madrina, eres una
niña jugando. Tu varita mágica no hace ningún efecto. Y la ropa es sólo un
disfraz; nada más. Puedes pronunciar todas las palabras mágicas que quieras,
pero no conseguirás nada. Eres tan sólo una niña. Además, las hadas madrinas no
existen».
¿Por qué les hablo de esa situación social corriente?
Y, sobre todo, ¿por qué les cuento mi divagar sobre lo que alguien podría
haberle dicho a la niña, ante el asombro de todos, algo que, afortunadamente,
no sucedió?
Pues porque algunos quieren hacernos creer que el
silencio que se nos pide a los ateos es como ése que todos guardamos
cuando una niña nos dice que es un hada madrina, o cuando un niño nos dice que
es un coche, con los brazos agarrando un volante imaginario, brom, brom, brom...
«¡Qué ganas de decirle a la gente que su dios no existe!, ¡Que cada uno crea lo
que quiera! ¡Dejen en paz!». Son comentarios que he tenido que leer o escuchar
al menos una decena de ocasiones, últimamente. Y se trataría de comentarios razonables,
si en nuestros países el laicismo se respetara.
Si las creencias religiosas formaran
parte de la esfera privada de cada uno, si esas creencias se quedaran en las
reuniones des sus fieles, en sus iglesias, en sus congregaciones... yo estaría
de acuerdo con ese comentario: ¡que cada uno crea lo que quiera!
Y si, ante una desgracia familiar, alguien me dice: «lo
único que me tranquiliza es saber que mi marido, mi madre, mi hija... está con
Dios», yo no seré tan desalmado como para contestarle a esa persona: «no, no
eres un coche»; «no, no eres un hada madrina»; «no, tu dios no existe».
Los dioses juegan ese papel de servir de
consuelo, de alivio, para mucha gente. Y creo que así ha de seguir siendo.
Que las personas puedan acudir a sus iglesias, a sus mezquitas, a sus
sinagogas... en busca de sus consuelos.
Pero el asunto no es tan sencillo. Las hadas
madrinas y los coches imaginarios no tienen ningún peligro. ¿Para qué decirles
a esos niños la verdad? ¿Qué sacaríamos fastidiándoles sus juegos, bombardeando
su maravillosa capacidad de imaginar?
Por el contrario, las creencias
religiosas, ésas que constantemente se salen de la esfera privada para
invadirnos a todos, sí tienen peligro. El gran problema con las religiones es que
acaparan espacios que van mucho más allá de los consuelos metafísicos...
El Islam no sólo ofrece alivio espiritual en las
mezquitas, sino que los imanes pretenden imponer a las mujeres sumisiones que
en Occidente ha costado mucho superar. Las mujeres en Arabia Saudí no pueden
conducir. Son varios los lugares del mundo dominados por integristas en los que
las niñas tienen prohibido ir al colegio. Y no olvidemos que la gran aspiración
de muchos musulmanes es extender sus dogmas por el mundo.
Los jerarcas del catolicismo escudan a violadores de
niños. Sí, ya sé que queda menos ofensivo llamarlos pedófilos, pero, en este
caso, no me apetece suavizar mi tono. Se trata de violadores. Y los protegen.
Los envían a monasterios apartados, en un intento de que el mundo se olvide de
ellos. Les castigan sin postre, pobrecitos pecadores. Les amparan, les libran
de la cárcel, con el pueril argumento de que ya se las apañarán con Dios.
Muy útil, eso de compartir padre
imaginario con gente poderosa. Y no me sirve que, para defender su institución,
los católicos de buena fe me digan que se trata de casos excepcionales, que la
mayoría de sacerdotes católicos no hacen esas barbaridades. No se trata de eso.
Se trata de que los que lo hayan hecho, pocos o muchos, tengan que vérselas con
un juez. Uno real.
Nuestros concejales, ministros, presidentes de
gobierno, jueces, juran su cargo sobre la Biblia y ante un crucifijo. De
acuerdo, comparado con los dos puntos anteriores, éste parece menos grave. Pero,
muchas veces, ¡los simbolismos son tan importantes!
Señores creyentes, ¿qué pensarían si, a
pesar de ser evidente para ustedes que los superhéroes son fruto de la
imaginación humana, la mayoría de la población creyera en ellos y vieran ustedes jurar
a sus dirigentes sobre un cómic y ante un frasco de criptonita?... «¿Estamos
todos locos o qué sucede?», se dirían. «Que guarden sus creencias para sus
reuniones privadas de admiradores, por favor».
En definitiva, ¿por qué no dejar que cada cual crea
lo que quiera sin más?
Pues
porque de creencias irracionales sin aparente peligro es de donde, por
extensión, acaban naciendo los fanatismos insensatos.
Y porque
las instituciones religiosas tienden a crear y a querer imponer sus
propias reglas de juego, al margen de las reglas civiles.
Así que: sí, que cada cual crea lo que quiera, pero
en su iglesia.
Si les parece bien, nos vemos en este blog, dentro de
dos fines de semana.
Entretanto,
les invito a que sigamos encontrándonos en la página en Facebook de ¿Dónde está Dios, papá?