«¿Por qué yo, Señor? ¿En qué me he equivocado? No
bebo, no bailo, no digo juramentos. He hecho todo lo que dice la Biblia,
incluso las cosas que contradicen a otras cosas».
Es el grito desesperado, pero a la vez
lleno de humor, que se escucha de la boca de un personaje televisivo: Ned
Flanders, el vecino de la familia Simpson. A los seguidores de la serie les
habrá venido a la memoria enseguida su imagen, vestido con su habitual jersey
verde. Flanders es un devoto creyente que sufre terriblemente cuando se pone en
duda alguno de sus dogmas. Practica la caridad y es sincero hasta el extremo
pero, al mismo tiempo, también muestra algunos de los rasgos más
característicos de los ultraconservadores religiosos estadounidenses, como la
intransigencia hacia otras religiones y, en definitiva, hacia todo lo
diferente.
¿Por qué les hablo sobre el lamento quejumbroso que
Flanders dirige a su dios? Porque suelo acordarme de él a menudo. Porque volví
a acordarme de él hace sólo unos días.
Fue
mientras leía el mensaje que me envió una mujer, a la que no conozco, pero que,
al parecer, lee estos artículos. Me contaba que hace no mucho falleció su
marido. La frase concreta que me hizo pensar en Flanders fue: «Después de lo
que me ha pasado, ya no sé si creer o no creer».
La muerte de gente querida es una situación a la que,
tarde o temprano, habremos de enfrentarnos todos por igual, creyentes y no
creyentes. En eso consiste la muerte: no en la muerte propia, sino en la muerte
del otro. De dos que un día decidieron caminar juntos, al final uno habrá de
hacer el último paseo a solas, de vuelta del cementerio, tras enterrar al otro.
Cuando ese momento llega, en muchos casos
los creyentes se refugian aún más en su dios. No es de extrañar: una de las
funciones primigenias de la creencia en dioses es que sus paraísos ofrezcan
algún tipo de consuelo a los que se quedan por aquí abajo.
Pero en otros casos, al estado de shock inicial le
siguen la inseguridad y las dudas sobre sus creencias. Hasta que la muerte del
otro les sacude las entrañas, habían conseguido vivir en un pequeño mundo
relativamente manejable, con momentos duros de soportar, por supuesto, pero
sostenidos por la creencia en que su dios les protegía y, en realidad, aislados
y lejos de todos esos millones de seres, humanos y no humanos, que cada día sufren
y enferman sin cesar y que, al final, acabarán por morir como único modo de
dejar de padecer.
La pobreza extrema, los terremotos, las
inundaciones, los accidentes de tráfico, son cosas que vemos en las noticias y
que sabemos ciertas. Pero lo sabemos sólo en abstracto, no en concreto. Es muy
raro que alguien sea tan empático como para que la muerte televisada de mil
hijos ajenos le haga sufrir ni la milésima parte que la muerte de un solo hijo
propio.
Y mientras tanto, hasta que el estrépito de la muerte
inesperada de un ser querido nos hace reaccionar, si alguien, sirviéndose de su
sentido común, osa preguntar en voz alta sobre qué tipo de dios bondadoso
permitiría que viviésemos en un mundo como éste, en un mundo lleno de niños
esclavos que cultivan cacao para un chocolate que nunca probarán, que mueren
por miles antes de haber podido siquiera saber lo que es un abrazo... si
alguien se atreve, enseguida será tachado de demagogo.
¿Demagogo? La gran diferencia entre los
dioses y las cosas reales es que la realidad, aunque dejes de creer en ella,
aunque no quieras mirarla a los ojos, aunque la llames demagogia y no quieras
sacarla en tus conversaciones, no por ello desaparece: sigue ahí. Sí, es cierto
que el punto en el que sigue se encuentra muy alejado de nuestra pequeña y
cómoda burbuja particular. Pero por distante que sea ese punto, la realidad ahí
sigue.
Cuando finalmente tienen que enfrentarse a una muerte
no televisiva, a algunas personas les da buen resultado seguir creyendo en sus
dioses y en sus cielos, y sumergirse aún más en el autoengaño, como medio de
aliviar su dolor.
Sin embargo, otras personas acaban por
darse cuenta de que la teología no es de ninguna ayuda. Como dijo otro
estadounidense, como Flanders (aunque en este caso no se trata de un personaje
de ficción, sino de un escritor de ciencia-ficción), Robert A. Heinlein: «La
teología es como buscar, en medio de la noche y en un sótano sin luz, a un gato
negro que, además, no está ahí».
Estas otras personas, una vez obligadas por
el destino a afrontar la realidad, se sentirán en la Tierra como nos sentimos
todos, como minúsculos caminantes, pero ya no como caminantes en tránsito hacia
otra vida, pues empezarán a sospechar que no la hay.
Estas otras personas comenzarán a
vislumbrar cuánta razón tenía Freud cuando escribió: «La idea de Dios no tiene
su origen en ningún dios, sino en los seres humanos. En el sentimiento de frustración que el hombre dirige hacia
un ser imaginario al que llama padre».
Las creencias religiosas se parecen mucho a esas
píldoras que el médico recomienda que tragues enteras, sin masticar. Porque una
vez uno ha empezado a diseccionar, a hacer trocitos, a deglutir, a cuestionar
la bondad y la utilidad de cada parte, uno se da cuenta de que el castillo de
naipes se derrumba por completo, sin remedio.
Quizá
por eso tantas personas prefieren no cuestionarse nada en lo relativo a su fe:
porque en el fondo saben que, si empiezan a hacerlo, si empiezan a dudar, el
autoengaño quedará destapado por completo.
Las creencias religiosas ofrecen consuelo y alivio a
miles de millones de personas en el mundo. Y los estados modernos deben garantizar
que esas personas puedan seguir sus rituales y ceremonias en completa libertad,
para que sigan disfrutando del confort metafísico que les ofrecen.
Ahora bien, sin permitir en ningún caso
que esas creencias interfieran en asuntos “terrenales”, porque la historia
(incluida la más reciente) nos ha enseñado en demasiadas ocasiones que, como
dijo Voltaire, «quien puede llevar a otros a creer en absurdos, también puede
obligarles a cometer atrocidades».
Si quieren que sigamos caminando juntos, les espero
por aquí dentro de dos fines de semana.