viernes, 27 de abril de 2012

¿POR QUÉ YO, SEÑOR?


«¿Por qué yo, Señor? ¿En qué me he equivocado? No bebo, no bailo, no digo juramentos. He hecho todo lo que dice la Biblia, incluso las cosas que contradicen a otras cosas».
Es el grito desesperado, pero a la vez lleno de humor, que se escucha de la boca de un personaje televisivo: Ned Flanders, el vecino de la familia Simpson. A los seguidores de la serie les habrá venido a la memoria enseguida su imagen, vestido con su habitual jersey verde. Flanders es un devoto creyente que sufre terriblemente cuando se pone en duda alguno de sus dogmas. Practica la caridad y es sincero hasta el extremo pero, al mismo tiempo, también muestra algunos de los rasgos más característicos de los ultraconservadores religiosos estadounidenses, como la intransigencia hacia otras religiones y, en definitiva, hacia todo lo diferente.

¿Por qué les hablo sobre el lamento quejumbroso que Flanders dirige a su dios? Porque suelo acordarme de él a menudo. Porque volví a acordarme de él hace sólo unos días.
            Fue mientras leía el mensaje que me envió una mujer, a la que no conozco, pero que, al parecer, lee estos artículos. Me contaba que hace no mucho falleció su marido. La frase concreta que me hizo pensar en Flanders fue: «Después de lo que me ha pasado, ya no sé si creer o no creer».

La muerte de gente querida es una situación a la que, tarde o temprano, habremos de enfrentarnos todos por igual, creyentes y no creyentes. En eso consiste la muerte: no en la muerte propia, sino en la muerte del otro. De dos que un día decidieron caminar juntos, al final uno habrá de hacer el último paseo a solas, de vuelta del cementerio, tras enterrar al otro.
Cuando ese momento llega, en muchos casos los creyentes se refugian aún más en su dios. No es de extrañar: una de las funciones primigenias de la creencia en dioses es que sus paraísos ofrezcan algún tipo de consuelo a los que se quedan por aquí abajo.

Pero en otros casos, al estado de shock inicial le siguen la inseguridad y las dudas sobre sus creencias. Hasta que la muerte del otro les sacude las entrañas, habían conseguido vivir en un pequeño mundo relativamente manejable, con momentos duros de soportar, por supuesto, pero sostenidos por la creencia en que su dios les protegía y, en realidad, aislados y lejos de todos esos millones de seres, humanos y no humanos, que cada día sufren y enferman sin cesar y que, al final, acabarán por morir como único modo de dejar de padecer.
La pobreza extrema, los terremotos, las inundaciones, los accidentes de tráfico, son cosas que vemos en las noticias y que sabemos ciertas. Pero lo sabemos sólo en abstracto, no en concreto. Es muy raro que alguien sea tan empático como para que la muerte televisada de mil hijos ajenos le haga sufrir ni la milésima parte que la muerte de un solo hijo propio.

Y mientras tanto, hasta que el estrépito de la muerte inesperada de un ser querido nos hace reaccionar, si alguien, sirviéndose de su sentido común, osa preguntar en voz alta sobre qué tipo de dios bondadoso permitiría que viviésemos en un mundo como éste, en un mundo lleno de niños esclavos que cultivan cacao para un chocolate que nunca probarán, que mueren por miles antes de haber podido siquiera saber lo que es un abrazo... si alguien se atreve, enseguida será tachado de demagogo.
¿Demagogo? La gran diferencia entre los dioses y las cosas reales es que la realidad, aunque dejes de creer en ella, aunque no quieras mirarla a los ojos, aunque la llames demagogia y no quieras sacarla en tus conversaciones, no por ello desaparece: sigue ahí. Sí, es cierto que el punto en el que sigue se encuentra muy alejado de nuestra pequeña y cómoda burbuja particular. Pero por distante que sea ese punto, la realidad ahí sigue.

Cuando finalmente tienen que enfrentarse a una muerte no televisiva, a algunas personas les da buen resultado seguir creyendo en sus dioses y en sus cielos, y sumergirse aún más en el autoengaño, como medio de aliviar su dolor.
Sin embargo, otras personas acaban por darse cuenta de que la teología no es de ninguna ayuda. Como dijo otro estadounidense, como Flanders (aunque en este caso no se trata de un personaje de ficción, sino de un escritor de ciencia-ficción), Robert A. Heinlein: «La teología es como buscar, en medio de la noche y en un sótano sin luz, a un gato negro que, además, no está ahí».
Estas otras personas, una vez obligadas por el destino a afrontar la realidad, se sentirán en la Tierra como nos sentimos todos, como minúsculos caminantes, pero ya no como caminantes en tránsito hacia otra vida, pues empezarán a sospechar que no la hay.
Estas otras personas comenzarán a vislumbrar cuánta razón tenía Freud cuando escribió: «La idea de Dios no tiene su origen en ningún dios, sino en los seres humanos. En el sentimiento de frustración que el hombre dirige hacia un ser imaginario al que llama padre».

Las creencias religiosas se parecen mucho a esas píldoras que el médico recomienda que tragues enteras, sin masticar. Porque una vez uno ha empezado a diseccionar, a hacer trocitos, a deglutir, a cuestionar la bondad y la utilidad de cada parte, uno se da cuenta de que el castillo de naipes se derrumba por completo, sin remedio.
            Quizá por eso tantas personas prefieren no cuestionarse nada en lo relativo a su fe: porque en el fondo saben que, si empiezan a hacerlo, si empiezan a dudar, el autoengaño quedará destapado por completo.

Las creencias religiosas ofrecen consuelo y alivio a miles de millones de personas en el mundo. Y los estados modernos deben garantizar que esas personas puedan seguir sus rituales y ceremonias en completa libertad, para que sigan disfrutando del confort metafísico que les ofrecen.
Ahora bien, sin permitir en ningún caso que esas creencias interfieran en asuntos “terrenales”, porque la historia (incluida la más reciente) nos ha enseñado en demasiadas ocasiones que, como dijo Voltaire, «quien puede llevar a otros a creer en absurdos, también puede obligarles a cometer atrocidades».


Si quieren que sigamos caminando juntos, les espero por aquí dentro de dos fines de semana.

viernes, 13 de abril de 2012

ADORANDO MADERA



«¡Guapa!... ¡Qué hermosa eres!... ¡Guapa!».
Dos niñas gritan, emocionadas. Sus madres sonríen orgullosas, conmovidas por la devoción de las hijas. Las voces de las pequeñas, agudas, destacan entre otras más roncas.
La destinataria de los piropos es una talla en madera de no sé bien qué virgen. Rodeada de cirios, es llevada a hombros por unos doscientos costaleros. El público aplaude con fervor.

Paseo por Málaga, con el espíritu curioso, buscando entender, atrapar esencias, descubrir misterios...

Mi esposa y yo nos mezclamos entre la gente.
Observo y escucho. Abro bien los ojos y los oídos, atento a todo. Aquí y allá atrapo retazos de conversaciones.
Un grupito mantiene una que despierta mi interés. Un hombre joven defiende que este espectáculo de gente apasionada y entregada es muy bueno para la ciudad, porque atrae turistas y no están los tiempos como para rechazar ingresos; pero, al mismo tiempo, expresa a media voz su incredulidad ante la parte de devoción verdadera que pueda contener.
Un señor de más edad inicia su réplica: «los ateos, los que no creéis en nada...»  Tengo que hacer un gran esfuerzo para seguir escuchándole. Y otro para no intervenir en defensa del joven, el cual, falto de palabras, o quizá intimidado por la autoridad con la que se expresaba el otro, no volvió a decir nada durante el tiempo que estuve yo cerca.
En '¿Dónde está Dios, papá?' dedico varios párrafos a aclarar esa confusión malintencionada, tan habitual, entre ateísmo y nihilismo. Así que, por no repetirme, no quiero avanzar nada de lo que en el libro digo al respecto.
       Pero, en Málaga, al escuchar eso de «los ateos, los que no creéis en nada...», recordé vagamente unas palabras de las que no me serví cuando escribí el libro pero creo le habrían venido muy bien en su conversación a nuestro joven amigo. A mi vuelta a casa las conseguí encontrar, para traducirlas tal cual. Las escribió la divulgadora científica australiana Lynne Kelly: «Algunos creyentes nos dicen a los escépticos que [sin mitos] no nos queda nada, salvo un mundo científico, frío y aburrido... Me quedan tan sólo el arte, la música, la literatura, el teatro, la grandiosidad de la naturaleza, las matemáticas, el espíritu humano, el sexo, el cosmos, la amistad, la historia, la ciencia, la imaginación, los sueños, los océanos, las montañas, el amor y la maravilla del nacimiento... Con eso me bastará».
            Los ateos creemos en muchísimas cosas. Y nos emocionamos hasta el llanto con muchas otras, aunque no nos conmuevan los iconos sagrados de madera, ni el supuesto poder mágico de las deidades imaginarias.

Sigo pensando, mientras paseo, veo y contemplo.
Intuyo que la mayoría de los adultos religiosos siguen creyendo en las cosas que sus religiones cuentan, no porque sean ciertas o dejen de serlo, sino porque, por un motivo u otro, necesitan creerlas. Para los ateos, sin embargo, las religiones son como ese mueble, fuera de sitio (fuera de época), contra el que nos topamos siempre, aunque sepamos cómo es y dónde está colocado.
Al respecto, se me antoja que las palabras que algunos atribuyen a, precisamente un andaluz, Séneca, siguen siendo válidas dos mil años después de su muerte: «la religión es vista por la gente común como verdadera, por los sabios como falsa, y por los gobernantes como útil».
Muy útil, la religión. La religión y el fútbol, querido Séneca. Tú no llegaste a conocer la nueva adormecedera universal que nos embriaga a muchos: el fútbol. Mientras pienso en ti me entero, entre el público, vía el móvil de un muchacho que tengo al lado, de que el Milan acaba de marcar un gol que, de terminar así el partido, eliminaría al Barça de la Champions League. La noticia se extiende con una rapidez milagrosa entre los miles de presentes. La gente ahora reza con más devoción. «¡Que Messi meta rápidamente un gol, Cristo de la Buena Muerte! ¡Apiádate de nosotros, no nos hagas sufrir así!». Algún otro también reza, con mayor intensidad incluso, pero en su caso rogando al altísimo para que Messi se rompa la tibia. Piadoso sentimiento que –embutido en una túnica, quizá no casualmente de color blanco– comparte en voz alta con sus amigos.

Nuestros ancestros veían morir a su alrededor a sus hermanos, a sus hijos, a otros miembros de la tribu... Y ello a diario, constantemente. La esperanza de vida era bajísima. La mortalidad infantil, descorazonadora. No es de extrañar que llegaran a creer que los sacrificios agradaban a los dioses. Si las criaturas, humanas y no humanas, mueren sin cesar, será porque a los dioses les gusta. Hagamos que estén contentos sacrificando para ellos, en este altar, una gallina, un buey, a un guerrero enemigo. Mejor aún: a uno de los nuestros, a uno de nuestros hijos. Veréis cómo vuelve a llover pronto.
            Esa creencia –pueril pero comprensible, dado el nulo conocimiento científico del mundo que aquellos humanos tenían– ha acabado por llegar hasta nuestros días a través del Cristianismo y de su historia sobre un profeta hijo de Dios que se sacrifica voluntariamente para que su padre esté contento (¡qué padre real disfrutaría con eso!) y perdone al resto de humanos de una mancha maligna (¿¿??) que él mismo quiso que tuviéramos (ya que fue él mismo, todopoderoso, quien nos creó tal como somos)... Pero no hemos de preocuparnos por la suerte del profeta: dado que el hijo es a su vez el padre (habría de completarse el todo con una paloma, pero se me alargaría demasiado el párrafo), y está dotado de poderes mágicos, consiguió resucitar, y ahora nos contempla plácidamente desde algún lugar por encima del arco iris, junto a su padre (es decir, junto a él mismo), ese padre amoroso que creó este mundo-parque-de-atracciones especialmente para nosotros, para que no dejáramos de divertirnos. Lo cual, por cierto, no le ha salido muy bien, podrían pensar los miles de habitantes del Sahel que van a empezar a morir de hambre en las próximas semanas.
            Si les ocurre a ustedes como a mí, es decir, si no le encuentran ningún sentido a las historias que nos cuentan las religiones, puede que, sencillamente, se hayan olvidado ustedes de seccionar el cableado de la sensatez.

Sigo capturando, aquí y allá, trozos de conversaciones y escenas –es lo bueno de disolverse entre la multitud.
Una última imagen queda grabada en mi disco duro. Cerca de nosotros hay un matrimonio alemán, más o menos de nuestra edad. ¿Cómo sé que son matrimonio? ¿Cómo sé que son alemanes? Pues, sencillamente, sé que es así. Tengo la certeza, deben ustedes tener fe en mí (es lo que tiene llevar mucho rato inmerso en una atmósfera de febrilidad religiosa colectiva).
            La señora alemana tiene ese brillo en los ojos de aquél que está viviendo en directo sensaciones que los documentales no son capaces de despertar. Nos miramos. Nos entendemos. Sí, soy español, pero yo también estoy alucinando con todo esto, cual extraterrestre desorientado, como le está pasando a usted, señora. Los dos somos igualmente antropólogos, en estos momentos. Aquí estamos, yo, como usted, pasando la tarde... Adorando madera... ¡Guapa!

¡Hasta dentro de dos fines de semana, queridos lectores!